Alfredo es bueno y no hay mérito en ello. Es tan bueno como una nube es blanca.
Mecha, Diarios.
Como fruto de aquellas observaciones, los abuelos Mecha y Alfredo exhibían en el living los retratos de sus cuatro nietos —el mío, el tercero de izquierda a derecha—, pintura al óleo sobre décadas de práctica. Recuerdo la sonrisa contenida del abuelo cuando alguna visita confundía sus ilustraciones con una fotografía, por un momento, o lo acusaba de hacer trampa, de haber calcado mediante artilugios las expresiones vivas de nuestros rostros. No, lo que el abuelo ocultaba era que sus amados frutos del living pasaban de maduro a podrido ni bien los enganchaba en el clavito. Su verdadero alimento estaba en los otros cuadros, esos que resguardaba bajo telas blancas, en el boliche. Allí apilaba borradores y estudios, fracasos de toda clase y color, arrumbados, desgarrados por su rabia, tachados. Si afino el pulso puedo pintarlos una vez más en la memoria. En ellos sí que me veo igualito, como en un espejo: pleno de trazos inconclusos que se desangran en un lienzo sin marco. La nariz, deforme; los ojos sondean trayectorias inverosímiles, en un intento vano por definir dónde están; las muecas se superponen unas con otras, contornean emociones para las cuales no se han inventado aún palabras. El pintor no se atrevió a estampar su firma: Alfredo J. Barros, el que abandonaba sus cuadros en las exposiciones y no volvía a retirarlos jamás. Pero esas pinceladas conservan el vuelo de tu mano, abuelo; cansada, harta a menudo de las tardes largas, interminables en el atelier. Presiento el puño cerrado sobre tu frente, la impotencia ante esos detalles que escapaban, en un descuido y para siempre, de la red de tu mirada. Te restregabas los ojos. Suspirabas. Y volvías al caballete una y otra y otra vez, con la esperanza de que al final del recorrido, allá arriba, existiera un punto final adonde descansar. De que alcanzarías el cariño de tus nietos —al menos de vista— peregrinando tu único amor garantizado: el oficio. Pero eso es imposible. No existe tal cima, Alfredo, más que en la planta de los pies ampollados, en el propio avance de tropiezo en desvío. En esas caminatas de la escuela a casa, por ejemplo, cuando pasabas tu brazo incómodo sobre mis hombros y compartíamos un mismo temor frente a la intimidad.
Dejame arroparte con mi papel en blanco, abuelo, que el sol ha caído y cada pincel descansa en su estuche. Lo voy cubriendo de letras, ¡si vieras cuántos colores! Uno por cada tipo de fallido, y ninguno puede recuperar una palabra de lo que no te he dicho. ¿Con qué técnica, entonces, podré darle forma? Alfredo J. Barros, el pintor, aquí nuestros caminos se abren. No puedo cazar espejismos. Prefiero dar un paso atrás, respirar profundo, y cuidar de trazos ajenos. Cuando me atraviesan les aporto un giro o una lágrima; el filo de sus desbordes cercena mi vergüenza desde adentro. Les entrego también, al pie, mi nombre propio, para que firmen con él cuanto les plazca. Bienvenido sea el peso del fracaso cuando es el sostén de nuestra tarea compartida. Sólo así, con una sonrisa plena y por un golpe de mirada, puedo fundir en un vivo retrato tu rostro y el mío, Alfredito, mi abuelo.
Bella historia la de tu abuelo, el pintor!.
Gracias Leo por difundirla, una caricia.
Graciela Rotman